En 1976 viajamos con mi padre a la ciudad de Mitre. Era un paseo de camaradería.
Partimos en ómnibus hasta el puerto de Vespi y allí tomamos un viejo transbordador que demoraría una hora en cruzar el río.
Me encontraba entusiasmado. Había conocido la ciudad cuando era todavía un niño pequeño, ése era mi segundo viaje.
No puedo recordar en qué mes hicimos el trayecto. Fue poco antes de que comenzara el tercer curso de primaria, aquí, en S., así que muy posiblemente fuese diciembre, enero, febrero, no lo puedo recordar con certeza.
El hotel era diminuto pero moderno, y servían un desayuno continental con jugo de naranja y café con leche con tostadas, manteca, jalea, y bizcochos dulces: unas medialunas recubiertas de un almíbar de manzana.
Llegamos sudorosos y extenuados. Luego de darnos una ducha, nos tiramos a descansar sobre las colchas livianas.
Primero dimos un paseo breve.
En los escaparates del centro habían instalado unas pantallas de vidrio de aumento que mostraban, delante del receptor, como sería, en breve, la televisión en colores.
A mi madre, el hecho de recibir, de regalo, cualquier objeto de cristal la hacía tan feliz como cuando daba dinero en las kermeses del Colegio Trinitarias.
Caminaba por las galerías y comercios del barrio La ensenada y no paraba de buscar algún adorno para ella.
Durante el trayecto, en el barco, mi padre había estado charlando animosamente con otro pasajero.
Éste le ofreció alcanzarnos en su auto hasta el hotel, vaya a saber si encuentran taxis, dijo. Pero mi padre insistía en hablar de política. Nunca lo había visto tan entusiasmado. En cierto momento me aburrí y salí a dar un paseo por la cubierta.
Cuando vi la costa de Mitre entré y le avisé a mi padre que en un rato llegaríamos al puerto. Mi padre me dijo sí, o todo está bien, Julito, y siguió charlando con el desconocido.
El trámite en la aduana fue lento, engorroso y rutinario. Una vez en la puerta de salida de los vehículos que transportaba nuestro barco buscamos, aquí y allá, al pasajero y a su automóvil. Fue inútil, así que tomamos un taxi hasta el hotel.
El martes fuimos a ver a la tía Odette. Era hermana de mi abuela. Se había ido a probar fortuna cuando era apenas una veinteañera. Enviudó joven y nunca tuvo hijos.
Tenía la cara viscosa y con un fuerte olor a perfume de rosas.
Vivía en una pensión en plena calle Libertadores. Nos recibió con unos sándwiches que le habían recomendado en su trabajo.
Los había ido a buscar hasta la calle Talcahuano. Nos servía, uno tras otro, y decía cosas tales como “prueben éste que parece exquisito”.
Vivía sola desde hacía más de treinta años; solo estuvo dos años casada. Contrajo nupcias con un restaurador de muebles que había llegado de Nápoles. Dicen que el hombre acostumbraba a comer polenta con pajaritos. Se los metía enteros en la boca y escupía, con placer, los huesos pequeñitos. La sola idea me hacía dar vueltas el estómago. Y la tía nos decía “prueben éste que debe de ser de salmón” y nos ofrecía un sándwich tras otro.
Tenía la cara completamente embadurnada y brillante.
Hablaba con decisión y comía.
Luego le pidió permiso a mi padre y fue conmigo hasta una joyería que quedaba a la vuelta de la esquina. Me mostró un reloj automático y sumergible. Tenía la esfera color verde oliva.
Lo había reservado desde hacía unos meses para cuando fuese a visitarla.
La vendedora sonreía, cómplice, y me decía: ¿te gusta este reloj? o tal vez te gusta este otro…, y me mostraba uno con esfera blanca y números delgaditos. Las dos sonreían y hablaban entre sí.
Salí para mirar los relojes desde afuera.
La vidriera relucía por completo. Los relojes parecían colocados con gran exactitud para que todos fuesen únicos y relevantes.
La vereda se encontraba limpia. Solo había unas motitas de suciedad, como si hubiesen tirado pequeños trozos de viruta.
Entré y le dije que sí a mi tía. La vendedora sonrió cómplice.
Al final salimos del local, yo con mi reloj Tressa y mi tía feliz, zarandeándose con la cartera colgada de un brazo.
Habíamos llegado cansados del viaje. El primer día caminamos de un lado a otro, quizá sin mayor orden o discernimiento. En el segundo día fue cuando visitamos a Odette. A la noche cenamos en un pequeño restorán. La comida era rica y abundante y mi padre pidió dos helados de vainilla de postre.
Dormí con una gran exaltación. Sentía una especie de cosquilleo en mis brazos y en el vientre. Por las persianas se colaba una suave luz anaranjada de las luces de neón de la panadería de enfrente. Parecía un paisaje galáctico; eso pensé en ese momento.
A veces alguna sombra se detenía delante de nuestra puerta. Podía verla por el hilo de luz que se dibuja contra el suelo.
Sin darme cuenta siquiera amaneció.
Era temprano. Me había despertado con las primeras luces de la mañana. Pensaba en todo lo que podríamos hacer. Prefería no ir al zoológico. Me habían dicho que era muy grande y limpio. Todos, aún hoy, me dan una gran tristeza.
Por suerte mi padre delineó otro plan con lugares que visitaríamos ese día. Primero iríamos a ver a la Columna. Eso, con seguridad, nos llevaría gran parte de la mañana. Luego caminaríamos por las calles de las librerías, visitaríamos la Catedral: no sé por qué te empeñás en eso, Julito, me decía, y era como si arrastrara las piernas o estuviera transportando un peso exagerado. Ya caída la tardecita pensamos visitar el parque de diversiones. Era muy probable que ese paseo sí me entusiasmara. Debería tener juegos peligrosos y modernos.
Para ir hasta el parque tomamos un tren subterráneo que nos dejó a tres cuadras. Las calles por donde transitamos se encontraban en silencio y vacías. Podía escuchar el eco que producían, sobre la acera, nuestros propios pasos.
Nos dimos de frente contra un cartel iluminado con lucecitas amarillas o de poco voltaje. En letras de latón anunciaba que allí era el nuevo parque.
Pagamos una entrada módica para ingresar.
La noche ya cubría gran parte de la explanada.
Primero quise subir a la pista de autos. Tenía dos niveles. Le pedí a mi padre que me comprara dos boletos.
Él, mientras me esperaba, se puso a leer. Tenía en sus manos un diario de la tarde que había comparado en el camino.
La pista de autos muy pronto quedó detrás.
Busqué, no sin desesperación, un antiguo tren fantasma. Fue inútil. Encontré un juego similar o que servía para dichos fines, más moderno pero ordinario. Todo en el parque parecía modesto, feo o de segunda mano.
Mi padre prefirió no subir a ningún juego. Se mantenía algo distante.
Hice fila delante de una hilera de carros que semejaba un convoy y que pronto iniciaría la marcha.
Miré otra vez alrededor. Mi padre fumaba mientras mantenía en el aire el diario doblado como en ocho partes.
De lejos me hizo señas. Me dijo que subiera. Que ese tren me llevaría directo a Baden-Baden.
El juego, por supuesto, me decepcionó por completo.
Seguimos caminando por el parque apenas iluminado.
Me extrañó que no se encontrara lleno. Había grandes zonas por donde no pasaba nadie. La calesita de los caballos y carros, por ejemplo.
El encargado del lugar tomaba, de un vasito pequeño, un líquido blancuzco, sin apuro.
Dimos dos o tres vueltas, con desazón, mientras arrastraba mis zapatos por el pedregullo.
De pronto lo vi. Desde lejos.
Le dije a mi padre; ahí quiero ir. ¿Estás seguro? Sí, a ese juego.
Nunca había visto algo similar. Para mí los laberintos solo existían en los libros y en los sueños.
Me encontraba frente a un verdadero fenómeno. No dejaba de abrir más y más los ojos para que todo lo que estaba viviendo pudiese quedar registrado como en una fotografía enorme.
Era un auténtico laberinto de espejos.
Podía ver las figuras alargadas de la gente, repetida en decenas o un centenar de cristales.
Se encontraba iluminado solo en su primera mitad: la parte más cercana a la senda de acceso. La otra parte se hallaba a oscuras o en semipenumbra.
Lo tenía ahí, frente a mí. El paseo había valido la pena.
El juego daba destellos con las luces que rebotaban en los espejos, y si bien no había una gran iluminación, se destacaba del conjunto.
Miré todo lo que me rodeaba. Mi padre buscaba un cambio en los bolsillos internos de su saco. Si bien había más público que en los juegos más cercanos, no era exactamente una multitud.
Observé el vado que lindaba con el parque, detrás de un cerco de alambre de acero.
Un niño despeinado y sin zapatos paseaba, de una correa, una oca. La guiaba con su soga, y con una varita –posiblemente de pino o de un tipo de árbol blando– la iba encauzando.
Llegó mi padre de la taquilla con un boleto para que entrase.
Lo tomé con ansiedad y satisfacción. Lo mantenía aferrado.
La puerta de ingreso se encontraba del lado derecho del gran cíclope de vidrio. Me parecía, desde allí, desde la misma entrada, un juego monumental.
Di mis primeros pasos por el laberinto lleno de gozo, segregando adrenalina.
Habían entrado conmigo unas seis personas. Dos de ellas niños y los demás jóvenes, quizá adolescentes, que reían y comenzaron a gritar en cuanto se echaron a andar por sus pasadizos.
Al rato las risas se perdieron. Algunos lograron encontrar la salida y sus voces se confundían con el murmullo de la gente que esperaba fuera, en la parte principal.
Había decidido atravesar el salón de espejos y salir sin que nadie ingresara para auxiliarme.
En cierto momento solo veía mi cara y mi cuerpo en el espejo que mirara, en una dirección y hacia otro lado. Entonces comprendí que me encontraba solo. Solo en la multiplicidad de espejos y vidrios que servían de tabique.
A medida que avanzaba en el laberinto, cuando me disponía a dirigirme al punto opuesto por el que había ingresado, en medio del camino hacia ese lugar silencioso y oscuro, sentía que Dios me había abandonado a mi mejor suerte.
Me iba golpeando la cara contra los vidrios paso a paso. Luego recorría con el borde de mi pie izquierdo el rectángulo de ese lado, con una mano y un brazo el rectángulo de espejo que tenía enfrente, y a la derecha con el otro brazo. Iba así, titubeando, yendo hacia un lado y hacia el otro, sin una dirección, sin la mera esperanza de avanzar más de dos o tres cruces, para luego volver hacia atrás, por lo ya andado, y empezar de nuevo el trayecto.
En cierto momento me invadió una gran desesperación. Veía mi cara en todas direcciones. Todos los que habían entrado conmigo habían logrado salir. Reían y sus voces se confundían con el griterío del público que, desde afuera, guiaba a sus amigos que recién ingresaban en el laberinto.
Me sentí perdido. No había plan concebido que me llevara fuera de ese infierno. Entonces me di cuenta que la salida no se encontraba del otro lado del salón, donde las luces se veían más tenues. Comprendí que solo la mitad del juego se encontraba habilitado y busqué, con esmero y con cierta desesperación, una posible salida hacia un costado, por el lado izquierdo, y luego por el frente del juego, en el lado opuesto por donde habíamos ingresado.
De golpe vi casi un centenar de buzos rojos que se repetían como una gran mancha de salsa delante de mí. Era una niña que llevaba el pelo atado con una cinta larga. Intenté seguir esa gran coloración. Me golpeé más de una vez la cara contra los espejos.
Por fin conseguí salir.
Una vez fuera del laberinto me tranquilicé. Me sentí aliviado.
Busqué con la vista a mi padre pero no estaba fuera del juego.
Entonces se me acercó un hombre con camisa beige de cuello grande. Encendió un cigarrillo y echó una columna delgada de humo. Sin mirarme, siquiera, me dijo:
–Vi que te perdiste en ese juego.
–Era más fácil de lo que pensaba –atiné a decir.
–Si, la cosa es fácil.
De pronto se instaló entre nosotros un vago silencio.
El hombre se me quedó mirando. Sacó algo de un bolsillo del pantalón. Apretó el cigarrillo entre los dientes y abrió una navaja. Era de tamaño regular. Luego sacó algo de otro bolsillo.
Con la navaja suiza hacía muescas en un lápiz. Era un lapicito pequeño, de grafo partido, que, a simple vista, había sido utilizado una infinidad de veces como instrumento de advertencia.
El hombre fumaba y cortaba, con una gran furia, trozos irregulares de madera, y los iba dejando a un lado, junto a su zapato. Parecían motitas de viruta.
–No sos de aquí… –dijo.
–No, pero me hubiera gustado nacer acá.
–Lo más probable es que te hubieras jodido.
–…
Se me revolvió de pronto el estómago. Alcancé a dentellar. No comprendí nada en ese momento.
El hombre guardó la navaja y el lápiz.
–¡Cuídense! –dijo, y encendió otro cigarrillo.
Después el tipo se marchó. Iba fumando su cigarro y daba grandes bocanadas que envolvían su cabeza.
Cerca de la entrada se reunió con otros dos y se fueron caminando sin apuro ni tapujo.
En segundos llegó mi padre con dos bebidas heladas.
–¿Te hice esperar mucho? Parecía que nunca ibas a poder salir de ese laberinto.
No alcancé a contestar nada.
–¿Está todo bien?
–Sí, claro. Vámonos a otro sitio –dije, y metí mis manos en los bolsillos.
Atravesamos los juegos y salimos a la calle.
DUILIO LURASCHI
Duilio Luraschi, Montevideo, 1963.
Colabora desde 1984 con notas, cuentos y reseñas, en publicaciones periódicas de Uruguay, Bolivia, Suecia, Francia y México.
Integra los volúmenes colectivos LA CARA OCULTA DE LA LUNA: Narradores jóvenes del Uruguay (1996) y LA MIRADA ESCRITA (2006).
Publica los siguientes libros de cuentos: VÉRTIGO (1995), EL DUELO (1996), EL HUÉSPED (1999), PROVIDENCIAS (2000, 2004), LAS FIERAS (2002), MONTENEGRO (2004), LAS LEYES (2006), LA FRONTERA (2008), EL CAFÉ FRÍO (2012), SOÑÉ QUE ETABA CIEGO (2012), LA OFICINA DE BLAKE (2014).
Realiza dos recopilaciones de sus cuentos: LA ÚLTIMA CARA (2001) y ESTACIÓN PEREIRA. Antología 1993-2004 (2005).
Escribe un guión cinematográfico inspirado en el cuento “ESTACIÓN PEREIRA”.
Se realiza un Cómic basado en su cuento VÉRTIGO y dos cortometrajes: POR ERROR (1999) y LA FILA (2009).